Escrito por HERMANN HESSE (Premio Nobel de Literatura en 1946), en de 1889. Entre tantas outras coisas, é um texto admirável por sua atualidade.
Foto Vera Vieira
En nuestro tiempo una gran parte del pueblo vive en estado de insensibilidad y apatía. Los espíritus delicados sienten dolorosamente el impacto de nuestras formas de vida y se inhiben frente a la actualidad.
En arte y en poesía, tras un breve período de realismo, se advierte por todas partes un clima de insatisfacción, cuyos síntomas más claros son la nostalgia del Renacimiento y el neorromanticismo. "Os falta la fe", clama la Iglesia; "Os falta el arte", clama Avenarius. Es posible. Pero entiendo que nos falta ante todo alegría.
El anhelo de una vida superior, la visión de la vida como algo jovial, como una fiesta, es lo que, en el fondo, tanto nos seduce en el Renacimiento. La sobreetimación aritmética del tiempo, la prisa como principio y fundamento de nuestro estilo de vida, es el más peligroso enemigo de la alegría.
Este carácter vertiginoso de la vida actual ha ejercido sobre nosotros su nefasta influencia ya desde la primera educación; es triste, pero es inevitable. Lo peor es que la prisa de la vida moderna se ha apoderado de nuestras escasas parcelas de ocio; nuestra forma de gozar y divertirnos apenas es menos nerviosa y azacanada que la barahunda de nuestro trabajo. "La mayor cantidad posible y la mayor celeridad posible", es la consigna. La consecuencia de ello es el aumento constante del placer y la disminución progresiva de la alegría.
El que ha asistido a una gran fiesta en ciudades o incluso en capitales, o ha observado los tipos de diversión en la urbe moderna, no puede menos de evocar con dolor y repugnancia los rostros enfebrecidos y los ojos vidriosos de la gente. Y este estilo de diversión patológico, aguijoneado por un perpetuo hastío, se ha implantado también en los teatros, en la ópera, en las salas de concierto y en las galerías de arte. La visita a una exposición moderna rara vez suele resultar un auténtico placer.
El rico tampoco se ve libre de estos males. Podría escapar a ellos, en teoría, pero en realidad no puede. Hay que participar, hay que estar al corriente, es necesario no perder altura.
Yo no dispongo de una receta universal, como no dispone nadie, contra esta situación deplorable. Pero quiero traer a la memoria una consigna nada moderna, muy vieja: el disfrute moderado es doble disfrute. Y: no desatendáis las pequeñas alegrías.
Moderación, por tanto. En determinados círculos se necesita tener valor para dejar de asistir a un estreno. En otros círculos, hace falta valor para confesar que no se conoce una novedad literaria a las pocas semanas de su aparición. En muchos ambientes uno queda en ridículo si no ha leído el periódico del día. Pero yo sé de algunas personas que no se arrepienten de haber tenido este valor.
Con el hábito de la moderación se encuentra estrechamente vinculada la capacidad de goce para las "pequeñas alegrías". Pues esta capacidad, que originariamente es innata en toda persona, presupone ciertas cosas que en la vida moderna están atrofiadas y se han volatizado, a saber, un cierto acopio de serenidad, de amor y de poesía. Estas pequeñas alegrías, que le son regaladas al pobre de un modo particular, son de tan poca apariencia y se hallan tan desparradas en la vida cotidiana, que los sentidos embotados de innumerables trabajadores apenas llegan a percibirlas. No llaman la atención, no son apreciadas, no cuestan dinero (paradójicamente, ni los pobres saben que las más bellas alegrías son siempre las que no cuestan dinero).
Entre estas alegrías están en primer lugar las provenientes de nuestro contacto diario con la naturaleza. Especialmente nuestros ojos, estos ojos tan maltratados, tan sobrecargados, del hombre moderno, pueden ser, si queremos, fuente inexhausta de delicias.
Um trozo de cielo, una tapia de jardín desbordada de verde ramaje, un brioso caballo, un hermoso perro, un grupo de niños, un bello rostro de mujer... son espectáculos que no debemos dejar escapar. El que se ha inciado en este ejercicio es capaz de descubrir en la ruta diaria cosas preciosas, sin necesidad de perder un minuto de tiempo. Este ejercicio no fatiga nuestros ojos, sino que los fortalece y los renueva,y no sólo ellos salen ganando. Todas las cosas poseen una faceta bella, aun las cosas feas o desprovistas de interés; sólo hace falta saber mirar.
Vivir cada día el máximo posible de pequeñas alegrías y reservar los goces mayores y más fatigosos para los días solemnes y los buenos momentos, es lo que yo aconsejaría a todo aquel que padece de desazón y falta de tiempo. Son las pequeñas alegrías, y no las grandes, las que nos sirven para el descanso, la liberación y el relajamiento de cada día.
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